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#Issue 81: Contar sin palabras.

Quién lo iba a decir, pero el más grande de los animadores japoneses Hayao Miyazaki (El viaje de Chihiro, El castillo ambulante, La princesa Mononoke, Mi vecino Totoro, etc. ) se ha rendido ante un europeo. En realidad esto sucedió hace ya unos años, cuando en el 2000 el holandés Michael Dudok de Wit ganó el Oscar por el corto Father and Daughter. Este es uno de los motivos principales por los que merece la atención La tortuga roja, el primer film que los estudios Ghibli coproducen con alguien fuera de Japón. Es más, el director tuvo libertad total a la hora de crear.


Pero no es quien paga la fiesta el motivo de que merezca la pena ver esta maravilla (que podría ser), ni si quiera el hecho de que resulta fascinante ver unidas dos tradiciones del dibujo y la animación como son la japonesa y la belga en una misma historia. Los trazos, personajes y colores recuerdan tanto a autores como Hergé como a los que nos tiene acostumbrado Miyazaki.


A veces un gran guion no depende de grandes piruetas argumentales ni de sorpresas, porque con una historia sencilla, simbólica a modo de parábola en la que el espectador sólo está llamado a reflexionar sobre el ciclo natural de la vida. Un náufrago llega a una isla de la que no puede escapar ya que una gran tortuga roja impide cada intento de fuga por mar. Lo que pasa después es digno del cine de Miyazaki, donde la naturaleza pasa a irrumpir en la vida de forma fantástica.


Por cierto, este largometraje de más de 90 minutos que cuenta tanto es mudo.



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